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Entrevista a Arthur Miller – Revista Primer Acto N°61 de 1965

  • teatrobrando
  • 26 jul 2016
  • 7 Min. de lectura

Extractos de dos entrevistas realizadas en 1960 y 1964 por la Revista Primer Acto, revista del teatro

1960

MILLER.- En los Estados Unidos el teatro serio se ha mostrado, a partir de la guerra, cada vez más preocupado por los problemas sexuales y cada vez más sentimental. Quizá porque podemos escribir sinceramente sobre la sexualidad sin chocar con el público a causa de cuestiones incómodas. Pero, en mi opinión, nuestro teatro posee una gran cualidad: pone en escena –más que en otros países- todos los tipos sociales. Hace poco todavía, una obra no podía ser tomada en serio en Inglaterra si no intervenían personajes más o menos elegantes. Cuando yo estuve allí con “Panorama desde el Puente” fue difícil encontrar actores capaces de interpretar personajes de obreros. Muchos de estos actores procedían de la parte baja de la clase media, peor estaban entrenados para no guardar ninguna traza de lo que habían sido.

Nuestro teatro es, desde este ángulo, más democrático y creo que esto explica en parte su éxito en todo el mundo. La condición de sus personajes es más diversa que en el teatro inglés; refleja mejor el conjunto de la población.


-¿Qué conclusiones sociales saca de esto?

MILLER.- Estimo que hemos alcanzado una etapa, hacia la cual se dirige, a su vez, el resto del mundo. Hemos llegado nosotros, en los dominios cultural e industrial, con algunos años de adelanto. La buena y la mala cultura son ya más internacionales de lo que quiere admitirse. En cierto sentido esto es catastrófico, porque son las diferencias lo interesante. Desearíamos que no fuesen solo los anuncios de Coca-Cola lo que hubiese invadido el mundo entero. Desgraciadamente es la parte más fácilmente asimilable de nuestra cultura –la que ha sido concebida para los elementos menos cultivados y más vegetativos de la población americana- la que ha franqueado primero el Atlántico.

En algunos países de Europa se sorprendían delante de mí de que hubiese en los Estados Unidos escritores serios y orquestas sinfónicas. Lo que conocen de nosotros en Europa son las películas, las bandas de dibujos, etc. cosa que resulta espantosa. La gente que adopta una cultura de importación se convierte siempre en sus esclavos; no añaden nada; intentan, simplemente, adaptarse y no subsiste nada de su originalidad y de su encanto.

Incluso la publicidad imita en Europa la publicidad americana. Ha perdido todo, lo que a mi juicio, le daba su dignidad europea.


-¿Cómo definiría el estado actual de la cultura internacional?

MILLER.- Por el hecho de que cada cosa es juzgada cada vez más en función de su popularidad, de su actitud para ser comercializada. Esto vale para una novela, para un poema, para un film. La vieja idea de que una obra podría tener un valor intrínseco, que le daba el derecho a existir aunque el público no se interesase por ella, ha sido lanzada por la borda.

En Inglaterra, por ejemplo, el gobierno subvenciona la B.B.C porque el valor de lo que hace no puede ser estimado en dinero. Ahora, al lado de un primer programa, tiene ya un programa de televisión comercial -¡una maravillosa producción de invención americana!- que está en camino de meterse al público en el bolsillo. En mi opinión pronto tendrán que tomar una decisión, basándose en un criterio cultural que nada tiene que ver con la economía. Sé que inmediatamente se hablará de democracia; alguien dirá que la gente tiene derecho a ver los programas que prefieran. ¿Quién es nadie para decir lo que debe verse y escucharse? Argumento peligroso –nosotros, los americanos, lo sabemos por experiencia- porque dé un aspecto moral a un problema de simple codicia.

De hecho, remitirse a un problema de la mayoría es un modo de rehuir las responsabilidades. Si la popularidad se acepta como única medida de valor de una obra, la creación será cada vez más difícil. Una idea verdaderamente nueva debe encontrar, por definición, una gran resistencia. Mientras que el arte de vender es el arte de eludir las resistencias.


-¿Qué es lo que le lleva a escribir?

MILLER.- Me gustaría saberlo. Quizás esto me permitiría controlar mejor mi necesidad de escribir. Pero estoy dominado por ella. No puedo escribir sobre algo que comprenda muy bien. Si sé lo que una cosa significa, si he agotado en tanto que experiencia, tendría la impresión de repetirme. Es necesario que descubra por primera vez aquello que escribo. Necesito sorprenderme yo mismo.

Es un método de trabajo difícil, porque se llega a veces a estancamientos y a descubrir que somos incapaces de dar cuerpo a nuestras impresiones. Nos quedamos entonces con un sentimiento que informa que no es arte. Hay que dejarlo madurar hasta que toma una estructura lo suficientemente firme como para poder ser comunicado. Esto puede tomar un año, dos o incluso tres o cuatro.


-Entonces cuando comienza una obra ignora cómo concluirá?

MILLER.- Sí. Lo ignoro. Sólo tengo una vaga idea; por ejemplo si el héroe de la obra debe morir, lo sé. Sé también el grado de ironía con el que mi tema debe ser tratado. Pero poco más en lo que concierne a la progresión de la acción. La estructura de ésta, su “tempo”, todo esto se crea durante el curso de la obra […] Para escribir una obra necesito, lo más, ocho semanas, a veces menos –escribo de prisa-, pero esto sólo es la última etapa. En este momento la vida se me aparece como un edificio de muros sólidos en el que yo puedo meter todo lo que quiero. Pero si no ha habido una evolución antes de esto, me encuentro perdido.


-¿Piensa usted que el teatro sea una forma de arte verdaderamente americana y autóctona?

MILLER.- Esto depende del nivel en que nos situemos para pensar en la vida americana. Cada pueblo tiene una idea convencional sobre aquello que parece. Los americanos, por ejemplo, piensan que tienen el corazón en la mano, que están siempre del lado de la justicia, que son despilfarradores y no prestan atención a lo que compran, y que, en el fondo, son buena gente de temperamento optimista. Hay algo de verdad en todo esto, desde luego. Pero ése es solo un nivel de conocimiento. Debajo de ese nivel hay otro, que se expresa en algunas películas y algunas obras, proporcionalmente más en el teatro que en cine, cuando somos puestos delante de nuestros azoramientos, nuestra ingenuidad, nuestra sed de encontrar un objetivo a la existencia.


-¿A dónde cree usted que va el teatro?

MILLER.- Hay una cosa clara, al menos en mi país, y es que el teatro no soportará por más tiempo el aburrimiento. La obra angustiada sabemos por anticipado adonde desembocará. Sabemos lo que puede esperarse: una derrota patética y un documento sobre la frustración y la soledad. Creo que todo esto va a parecer pronto terriblemente pasado de moda. Quizá la vida aparece como una cosa menos imposible que lo que era, digamos, hace dos años. Quiero decir que una posibilidad de supervivencia de la raza humana parece una esperanza razonable.



1964

-En Después de la Caída, Maggie intenta suicidarse repetidas veces, y esto acaba por debilitar la vigilancia del hombre que la acompaña. Es la ineluctable autodestrucción de una mujer que tiene la ilusión de ser una víctima inocente. Pero el tema profundo se separa del caso de conciencia de este hombre: es el tema de la responsabilidad de cada uno con respecto a los demás.

Exactamente. Todos somos un poco responsables de lo que sucede alrededor. Este mismo tema encuentra su desarrollo en “Incidente de Vichy”, a través de una intriga de otro tipo. Para seguir con “Después de la Caída”, precisaré que mi objetivo era el de abogar por la búsqueda, por cada uno, de una mejor comprensión de sí mismo, de un más claro conocimiento de nuestras cualidades y de nuestros defectos, de los peligros que llevamos dentro de nosotros mismos.


-La mayor parte de la gente consagra muy poco tiempo a la introspección. El mal que usted denuncia no encontrará nunca un remedio absoluto.

MILLER.- Una mejor toma de conciencia siempre es posible. Es el resultado de lo que puede parecer moral.


-¿Cree en este sentido que la enseñanza que se da en América, en escuelas y universidades, deja mucho que desear?

MILLER.- Mucho. Habría que enseñar a los jóvenes a ver su propia imagen.


-¿Los grandes temas de la actualidad no le han inspirado la idea de un nuevo drama?

MILLER.- Hay muchos temas importantes que yo no he tratado nunca. Elijo solo aquellos que encuentran en mí una verdadera y profunda resonancia. Los otros los dejo a los periódicos.


-¿Cómo ve usted el problema negro?

MILLER.- Creo que implica sobre todo un problema blanco. Creo que de aquí a veinticinco años todo podrá organizarse adecuadamente. Es una cuestión de educación de los blancos y los negros. Pero corresponde, sobre todo, a los blancos el encontrar una solución. Estamos en buen camino. Los Estados Unidos han iniciado un significativo esfuerzo en favor del confort de los negros, esfuerzo que ha sido posible por la mejora de las condiciones económicas. El fin de la crisis de estos años atrás ha debilitado las actitudes que se mantenían en muchos dominios.


-Es decir que si tuviese que escribir ahora “La Muerte de un Viajante” y “Las Brujas de Salem”, ¿serían distintas?

MILLER.- La cuestión de reescribirse no puede plantearse. Además yo soy de los que no miran mucho hacia atrás. Por otra parte una idea no puede ser separada de la forma estética que le ha sido dada. Existe en toda creación artística un rigor que no permite ser alterado.


-¿Qué temas le excitan? El de la bomba atómica, por ejemplo…

MILLER.- Empieza a pensarse que tiene su lado bueno, puesto que, en principio, ha de desanimar a todos los autores de las guerras. Lo que me inquieta ahora mucho más es el exceso de organización de las sociedades humanas, que no ha hecho sino separar a los seres. Quedan por abatir muchos tabiques, muchas fronteras. Y, sobre todo, en cada país hay que conseguir que la libertad esté un poco menos arreglada. En los Estados Unidos, en particular, el problema del estilo de vida me parece más importante que todos los otros. Al recibir de la vida imágenes fabricadas, el hombre acaba por imitar a la masa de los hombres. Y esto, por un miedo irracional a perder el contacto, a caer por debajo de un nivel que es aceptado mecánicamente.

 
 
 

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